Yo. como Elvira, fui niña de rodillas con mercromina, vaqueros perpétuos y pistola de petardos. Tenía la sana costumbre de comer leyendo cuentos, de aquellos troquelados. Detestaba los vestiditos, las bragas de ganchillo, las chaquetas de angora y a las niñas ñoñas.
Y, aun así, tuve una Barbie (a la que le rapé el pelo), paseé muñequitos y vestí Barriguitas. Y podría oír mil veces la historia de Blancanieves de la voz de mi madre. Nada me gustaba más.
También me hizo creer la juventud que no había tenido una infancia paritaria; sola en un cole de monjas con 42 nenas por clase y sin chicos con quien jugar. Y estudié los cuentos de hadas y forjé mi final.
Las niñas gustan de príncipes y princesas, pero los niños también. Solo esperan un final feliz, sin importar rosa o azul.
Mi niña también se dormirá escuchando los cuentos de su madre. Y habrá dragones, príncipes y princesas, madrastras terribles y bosques encantados. ¡Y seguro que le encantan!
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