Agosto. Dos muchachos se besan por primera vez bajo el árbol del paseo. Un
juego, un experimento. No tienen edad de amarse. Pero lo hacen. Llega el frío,
vuelven al asfalto de sus ciudades. Ya no son los mismos. Guardan el recuerdo
de unos labios extraños, propios.
Otro verano llega. Saben dónde encontrarse. Sin citas, sin promesas. Un
momento les basta. Reencuentro. De pie, uno frente al otro. Saborean el mágico
momento de antes, cuando sólo un centímetro les separa. Bocas entreabiertas,
ojos entornados. Él le acerca la cara, ella se deja hacer. Fundido en negro.
Tacto carnoso, calor, fuego. Sabor salado. Se olvidan de respirar. Se devoran.
Con el abismo bajo los pies, se separan. Tiene miedo de más, de dejarse llevar.
Veranos en el calendario. Siempre el mismo lugar, la misma ansiedad. A él
le sale barba; ella se redondea. Él pierde pelo; ella gana kilos. Es lo único
que cambia. Nada saben de los días que rellenan hasta su siguiente reencuentro.
Tan sólo invernan esperando el calor de un beso de verano.
Y, de repente, nada. El árbol no vuelve a cobijar sus besos. Las iniciales
que grabaran en su tronco desaparecen. Sus ramas se pelan, se encorvan y
languidece hasta no ser más que un muñón en medio del paseo.