Amanecía. Fabien dirigia su barquita hacia los criaderos. Era domingo, tocaba elegir los mejores frutos. Antes del mediodía ya tenía el tenderete montado junto a la Jetée Thiers. Le gustaba preparar las ostras en platos: abrirlas, limpiarlas, presentarlas de forma bonita, con un limón en el centro. Y pasó. Al abrir una de ellas, apareció la perla, el Santo Grial de los marineros. Perfecta, lisa, brillante, grande. La sublimación de un grano de arena. De sus ojos se escapó una lágrima envidiosa; de su pecho, una punzada de felicidad. La guardó en el bolsillo, disimuló, y siguió con su trabajo. Los clientes se extrañaron de verlo sonreir.
Al caer la tarde subió a la duna. Se refugió de los turistas tras el muro del búnker enterrado. Sacó de su bolsillo la perla y la contempló. Dio las gracias por tenerla, por haberla encontrado. Era suya, solo suya. Quizás fue la emoción, pero sus manos empezaron a sudar y la bolita resbaló. Rodó duna abajo, se confundió con la arena y se perdió en la inmensidad de la bahía. Fabién salió tras de ella, pero nada pudo hacer. Tumbado a la orilla del mar, lloró salitre amargo; lloró hasta quedarse dormido.
Amanecía. A Fabién le despertó la marea que subía. Regresó a casa. Sintió una sombra que le seguía, una extraña sensación. Todo había parecido un sueño. O no...
Continuará