Si me hubieran preguntado cómo era, no habría podido decir gran cosa. No recordaba su color de ojos, ni su porte, ni su forma de vestir. Solo que siempre tenía un libro entre las manos. Así había sido siempre.
Ya de niña gustaba de contemplar la extensa biblioteca de su madre, fascinada con el color y la forma de los lomos que asomaban de las estanterías, imaginando qué podrían entrañar. Su primer día de colegio fue uno de los más felices de su vida; al fín aprendería a leer. Periódicos, revistas, tebeos... Aquellos jeroglíficos devendrían historias ante sus ojos, sin esperar a que la noche llegara y su padre le contara un cuento antes de dormir. Ella elegiría el lugar, el momento, el qué.
Serenamente pasó la infancia surcando mares, viajando en globo, conociendo profundidades y abismos. De Indochina al salvaje Oeste; de la negra África a las playas de Maracaibo. Nunca niña viajó tanto, conoció tantos mundos como aquella que se acurrucaba en la mecedora de su abuela con un libro, mientras pasaba la tarde contando el número de hojas que leía. Nunca se sentía sola, solo tenía que bucear entre palabras para encontrar amigos, aventuras, historias.
Continuará