martes, 14 de diciembre de 2010

Tengo el corazón contento

No hay mayor experimento sociológico que sentarse en el bus y ver las caras de los compañeros de viaje. Cada uno en su burbuja, preservando su perdido espacio vital tras un mp3, gafas, libro o mirada perdida. Pequeñas islas flotantes a la deriva. Un naufragio que va mucho más allá de un simple trayecto. Somos robinsones de nuestra propia vida, juguetes rotos de ilusión.
En el cole, nos enseñaron a leer, contar, dibujar e incluso correr. Pero no a sentir. Más importante parecía un 10 en matemáticas que saber sonreír a tu compañero de mesa. La ley de la jungla. Por el camino sufrimos reveses, encontramos lobos con piel de cordero; aprendimos a sobrevivir.
Trinfadores, grandes profesionales, derrotados de la vida, grises seres... todos con algo en común: no sentir, no expresar, no agradecer.
En algún momento conseguí rescatarme, huír de no sentir. Aprendí a sonreír, a llorar, a abrazar, a ser niña, a emocionarme con todo y todos. 
Y fue entonces cuando no sufrí más.

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