martes, 21 de junio de 2011

El síndrome de Estocolmo


Caminante no hay camino, se hace camino al andar, decía el poeta. Que la vida es un camino, que nuestros pasos eligen el sendero, que debemos pisar fuerte y saber dónde echar el pie. Frases que, de puro repetidas, suenan vacías.
Hoy, sin embargo, toca ponerse solemne. Hacer un alto. Sacar nuestro carné de peregrino y sellarlo con una tinta indeleble, hecha de risa, ilusión, locura, juventud. Recogemos nuestros trastos y cruzamos la puerta, la última. Hemos tomado decisiones, hemos elegido. Repostamos, descansamos y seguimos. Para algunos, el camino es corto y directo, casi sin reflexión, como el río que sigue su cauce. Los veremos crecer sin cambiar de escenario, sin privarnos de su presencia. Los más valientes tomarán otro rumbo, se irán lejos de nosotros, dejándonos huérfanos de confidencias y afectos. Orgullosos de su lucha; superhéroes que ganaron sus poderes en un pulso contracorriente. Vuestra ausencia dolerá.
Un día de nostalgias y recuerdos, de mirar atrás con melancolía y orgullo. Aquellos chiquillos que subieron un piso como el que escala en Everest. Mochilas llenas de ilusión y estuches cargados de mil rotuladores. Esos pobres rotuladores y lapiceros que se fueron perdiendo por pasillos hasta no quedar más que algún boli huérfano ¡quién os ha visto y quién os ve! Teníais caritas de miedo, de niños asustados por historias de ogros, brujas malvadas y hombre del saco. Como Garbancito, dejasteis miguitas de pan y trocitos de salchichón para no perderos. Fuisteis cruzando puertas, avanzando por un pasillo que parecía infinito. Pero no lo era. Llegasteis, alcanzasteis la meta. Y, como si de un videojuego se tratara, solo os queda cruzar la última frontera. Habéis superado todas las pruebas, pasáis de nivel. ¡El camino es vuestro!

 A mis niños grandes. Hoy empieza su aventura

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