La dune du Pyla |
Se llamaba Fabien y cultivaba
ostras. Como su padre, como su abuelo. Desde que las marismas se volvieron
Landas, siempre había habido alguien en la bahía dedicado a ello. Vigilar las
mareas, mimar los moluscos, recolectarlos. Casitas ancladas en sus arenas
movedizas. Aisladas de noche, cuando todo se volvía laguna. Los domingos,
montaba un puesto en el paseo, junto al espigón, y vendía las mejores ostras. A
20 francos la docena. A los habituales, se sumaban en verano los veraneantes
que, conociendo la calidad de su producto, madrugaban para comprar las mejores
piezas. Nunca quiso conocer mundo; tenía todo lo que necesitaba. Se hubiera
conformado con una mujer de curvas rotundas que le esperase por las noches con
la cena y la cama calientes. Pero Fabien era un solitario, un lobo de la bahía.
Las noches de verano, gustaba de adentrarse en el bosque y subir a
la duna, a la gran señora. Aquella montaña de arena infinita que daba paso al
océano. Contemplaba las estrellas y les contaba sus penas. También pedía
deseos, más por rutina que por fe. Encontrar un tesoro dentro de una ostra. Una
perla de blancura perfecta, nacarada y pura; el fruto de su trabajo. Allí,
dueño del bosque y el mar, soñaba con ese día. Aunque nunca imaginó que
llegaría de verdad…
Continuará
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