domingo, 14 de diciembre de 2008

La princesa sin nombre. Parte I

I

Érase una vez, en un reino no muy lejano, una princesa hermosa y primorosa, como todas las princesas, pero que no era feliz, ya que sobre ella había caído una terrible desgracia: no tenía nombre.
Su padre, el rey Sinforoso, siempre andaba metido en finanzas; que si ahora expropio unos terrenos, que si después lanzo una opa hostil… Su madre, la reina Sinsorga, era una mujer culta y aficionada a la música, que solo vivía para escuchar a su coro de castrati y componer zarzuelas. Como la princesa no poseía una dulce voz, su madre se había desentendido de ella, desencantada por no tener una hija con ínfulas de mezzosoprano. Entre batallas y operetas, los reyes no habían tenido tiempo para buscarle un nombre a la muchachita; uno digno de una princesa de sangre real.
A falta de nombre, había desarrollado otras bellas cualidades: sabía conducir coches de carreras, hacer bizcochos de ajonjolí, recitar versos alejandrinos y manejar cualquier programa informático. Por todo esto, y porque era una chica lista, pero que muy lista, se aburría como una ostra en aquel palacio tan solitario en el que nadie se acordaba de ella.
Soñaba con conocer mundo, viajar, hacer amigos y, sobre todo, con encontrar un nombre para que la pudieran llamar.
Así, un día, cogió su maleta de Luis Truitón y se marchó sin más, pues nadie se percató de su partida. Había llegado la hora de escribir su propio cuento.

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