Lo tenía muy claro: iría a la gran ciudad. Se había criado en un hermoso valle rodeada de lagos y bosques, pero demasiado tranquilo para su gusto. Siempre había soñado con el bullicio de las avenidas, con gente paseando por bulevares. Eso, gente; caras nuevas y desconocidas que la acogerían como a una más y si, la llamarían por su nombre, por un nombre propio.
Después de varias horas al volante, la princesa llegó a Mogollonópolis, urbe entre las urbes, capital del mundo mundial, de la que se decía tenía tantos habitantes como granos de arroz en una paella: vamos, muchos y revueltos. De todas las posibilidades que entrañaba la ciudad, había una que le atraía sobre todas: La gran biblioteca. En ella se albergaban todos los libros jamás escritos en todas las lenguas conocidas e incluso desconocidas. Tratados, legados, tebeos, manuscritos, poemas de amor, farsas y sainetes, diccionarios y glosarios. Todos a su alcance. Y, en especial, uno: el libro mágico. Cuando era pequeña, Beffana Giubiana, su hada madrina, le contó la historia del libro que respondía a todas las preguntas; un libro que todo lo sabía y que nada ignoraba.
La princesa estaba seguro de que aquel libro sabría responder a su pregunta: sabría cómo se llamaba.
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