viernes, 22 de julio de 2011

Relatos de verano. La caja. III


Amaneció el pueblo con sus primeras melodías. Los gallos cantando, el pastor de camino al campo, la furgoneta del panadero. El sol cosquilleó el rostro de Violeta. Se restregó los ojos, desperezándose tras una noche fría y triste. La luz le traía nuevas energías. Era hora de ponerse en marcha. Fue abriendo estancias y ventanas, asustando el olor a cerrado y viejo. Bajó al rellano en busca de las bolsas que había traído: comida, productos de limpieza y trapos. Preparó un café, se cambió de ropa y se puso en faena. Primero, el aseo y la cocina. Al acabar la mañana, el salón también estaba presentable y pudo tomar una ducha. Abrió unas latillas, comió algo y se echó en el sofá. Incluso la tele seguía funcionando. Era como si la casa hubiera hibernado a la espera de ser despertada. Todo en su sitio. Un aparador con el ajuar y los tesoros de una vida.  Su abuela había sido una mujer pulcra y ordenada. Le gustaba organizar cajones, guardar recuerdos en cajas, cajitas y bahúles debidamente etiquetados; años, lugares, personas. Como si no se fiase de su memoria, como si quisiera que alguien las encontrara. Violeta pasó la tarde viendo fotos, recortes, recordatorios de boda y defunción. Dientes de leche, mechones de pelo, reliquias de niños que dejaron de serlo. Vidas que fueron y ya no eran...
 Continuará

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