El vecino del tercero nunca fue un hombre de muchas palabras. Regentaba una droguería heredada de su madre. Tras su guardapolvos azul oscuro, veía pasar la vida con parsimonia, ajeno a los cambios exteriores.
Gustaba de coleccionar muñequitas de porcelana. Aquellas caritas perfectas y sonrientes, inalterable belleza, sumisa mirada. Sus mujercitas perfectas desacansaban en una vitrina bajo llave. Cada sábado por la mañana repetía el mismo ritual. Después de tomar un té con leche, abría la portezuela y las limpiaba. Una a una. Con la precisión de un cirujano, pasaba un bastoncito por su cara, recreándose en sus labios, ojos, mejillas. Estiraba sus vestiditos, peinaba sus tirabuzones. Proceso acabado, las volvía a encerrar. Hacía años que no había añadido ningún ejemplar más a su colección. Le gustaba tal y como estaba. Le gustaban ellas y nadie más.
Fue una de sus clientas más fieles la que vino a alterar su tranquilidad. Maldita mujer que conocía su debilidad. Apareció un día con un paquete hermosamente envuelto. - Toma, anda. Que te he traído un recuerdito de mi viaje. Durante varios días, la caja reposó sobre la mesa del comedor. No se atrevía a abrirla. ¿Y si no le gustaba? O aún peor ¿y si le gustaba demasiado? Tendría que hacerle un hueco en un estante. Sus chicas se pondría celosas. Habría que estudiarlo.
Pero, como la curiosidad mató al gato, al final terminó abriendo el paquete. La vió, se miraron. Supo que se había enamorado.
Continuará
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